El refrán es el hermano inculto del proverbio. Este luce frac, se puede
expresar en latín, es citado en libros tan trascendentes como la Biblia
y forman parte del acervo del que los eruditos presumen. El refrán, sin
embargo, es más de boina, se pronuncia en un castellano de tierra
‘adentro’, solo se habla de él en libros sobados que van de una mesilla a
otra sin lucir en la estantería y resuena en los debates tabernarios.
Refranes y proverbios son hermanos porque son hijos de la misma madre:
la observación. Tienen, sin embargo, padres distintos: el proverbio es
hijo de la reflexión; el refrán de la experiencia vivida. Eso sí, tanto
el reflexivo padre que habla latín como el lugareño que se maneja con el
verbo propio de la Moraña o de la Tierra de Campos, no son infalibles. A
la reflexión siempre le falta más reflexión. A la experiencia, la
experiencia de otros, sobre todo la de esos otros que no pueden ya
aportarla. Tirando de refranero podemos encontrar, valga como ejemplo,
que ‘Dios aprieta pero no ahoga’. Todos los que lo oyen recuerdan algún
momento de apuro extremo del que lograron salir y el aserto va cobrando
fuerza. Y cobra más porque ningún ahogado está en disposición de
refutarlo.