Aún recuerdo la cara de estupefacción de aquel
chaval cuando comprendió que había sido ‘burreado’ por aquellos que, para él,
eran poco más que unos palurdos. Lo que no consigo recordar, sin embargo, es su
nombre. Había llegado a nuestro pueblo por casualidad, estaba allí como podía haber estado en cualquier otro sitio. El chico era
amigo de Luis, uno de los de nuestra pandilla del pueblo que vivía durante el
curso en la capital, y, vaya usted a saber por qué, había decidió pasar en el
pueblo de su amigo la segunda quincena de agosto. Para él todo era extraño y
casi todo molesto. Por eso y por su actitud de niño consentido no cayó en
gracia. Los primeros días de su periplo coincidían con los de la preparación de
las fiestas, esos días en que estábamos enfrascados en el arte de convertir
cualquier vieja panera en una peña. Mientras limpiábamos los suelos o
jalbegábamos las paredes, el intruso se quejaba del olor, del calor y de lo que
fuera. Andrés se acercó a él y le dijo,
oye, en lo que terminamos acércate a la casa de Tere (la madre de su amigo) y
le dices que si nos deja la pantómetra. ¿Qué es eso? Preguntó. Ve a por ella y
ya lo verás. El chico fue y al cabo de un rato volvió con un saco bien atado a
cuestas. Cuando la dejó sobre el suelo, Andrés torció el gesto. No, esa no,
dijo. Ve de nuevo y dile a Tere que la que necesitamos es la grande. El chaval
repitió la operación y al poco regresó con el mismo saco pero esta vez más
lleno. La sonrisa de Andrés certificaba que esta pantómetra sí era la buena. Cada uno de nosotros interrumpió su labor y
fuimos formando una especie de corro en el centro. Cuando ya estábamos todos,
el propio Andrés desató el saco y desveló el secreto, allí no había más que
objetos tan pesados como inservibles mezclados con trozos de leña. La carcajada
fue general, si exceptuamos, claro está, al protagonista ahora consciente del
complot urdido en su contra. Llegar a un pueblo desde la capital tiene estas
cosas, sobre todo si el que llega se empeña en mirar por encima del hombro a
los que son de allí. En el mejor de los casos termina cargando la pantómetra o
cazando esos unicornios rurales que se llaman gamusinos y pululan por ahí. En
el peor, una pedrada rebaja la altivez.
Blog sin más pretensión que la de poner un poco de orden en mi cabeza. Irán apareciendo los artículos que vaya publicando en diversos medios de comunicación y algunas reflexiones tomadas a vuelapluma. Aprovecharé para recopilar artículos publicados tiempo atrás.
domingo, 31 de agosto de 2014
domingo, 24 de agosto de 2014
HORMIGA A HORMIGA
Al final fue que sí, como pudo haber sido que no, y los aficionados
acudieron sin siquiera un aspaviento a esta liturgia semanal que se pone de
nuevo en marcha. Hasta que un día se cansen -nos cansemos- de tanta burla de
los que nos miran desde arriba, desde tal altura debe ser que parecemos poco
más que hileras de hormigas, unas iguales que otras, todas prescindibles y como
tal nos tratan. Y como tal actuamos, sin levantar la voz, sin decir ¡hasta aquí
llegó la riada del 63! Total, pensamos, para lo que va a servir. Los dirigentes
de nuestro fútbol son de esta ralea, para ellos el fútbol son dos columnas en
una tabla, la del debe y la del haber. Con la diferencia llenan sus carteras.
Caso de no haberla, se deja de pagar y la ruleta sigue dando vueltas. La grasa
que la hace girar, el dinero que les llega por unos medios o por otros, parte
siempre del bolsillo de las menospreciadas hormigas a las que tampoco se debe
liberar de su parte de culpa: han dejado hacer y les han hecho.
El lamento
llega siempre tarde. La última ha rozado el límite de lo esperpéntico, en una
semana nos dijeron que empezaba la competición, que dejaba de empezar y que
venga, que sí, que empezamos. Y usted, que le apetecía ver el partido, no supo
hasta casi el último día si quedarse en Pucela, irse a las fiestas de su pueblo
o sacar billete para el tren playero. A ellos poco, por decir algo, les
importa. Al final fue que sí, pero no se puede hacer como si nada hubiera sido.
Quizá, hormiga a hormiga, se pueda alzar la voz lo suficiente como para llegar
alto y recobrar el respeto que no se sabe en qué punto del camino nos
perdieron. No es incompatible mantener una pasión colectiva con un
comportamiento propio del ganado lanar. Al final fue que sí y el partido
produjo la primera alegría en forma de resultado pero eso es poco bagaje para
la ensoñación. Los futbolistas, al afrontar el primer partido de una temporada,
deben sentir un miedo similar al que sufre un escritor ante la amenazante
presencia de un folio en blanco, un pánico que no amaina aunque haya escrito
mil artículos o dos docenas de libros. Más si cabe cuando algunos acaban de
llegar a estas tierras y otros sienten que en sus piernas está el resarcir al
equipo del fracaso de la temporada anterior. Pero llamarse Real Valladolid o
tener la vitola de equipo que fue de Primera deja de tener valor en cuanto el
balón corre por el césped. Analizar lo visto tiene sentido, hacer una
proyección de lo que puede ocurrir en los próximos diez meses roza lo
temerario. Lo que no quita para que algunos detalles inflen esa bolsa de gas
que se llama ilusión. Uno de estos detalles es la incorporación a la plantilla
del portugués André Leao, un jugador que llegó de puntillas pero que impregna
de calidad a cada jugada que pasa por sus pies. Pero, junto a ese optimismo
inmanente al primer triunfo habita el principio de precaución. Lo que haya de
ser lo sabremos, mientras tanto disfrutemos de este relato que podría comenzar
a la manera de Tolstoi en Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen
unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse
desgraciada”. Y al final...
Publicado en "El Norte de Castilla" el 24-08-2014
martes, 12 de agosto de 2014
DON SEBASTIÁN Y EL CAPITALISMO
Cuentan los que de esto saben que
en Marruecos, durante la batalla de Alcazarquivir, moría en 1578, el rey
portugués Don Sebastián. Como no dejó herederos, el trono luso acabó en manos
de Felipe II de España.
Al haber muerto en plena batalla,
en tierra extraña y lejana, casi nadie pudo ver su cadáver; un cadáver que, en
cualquier caso, tardó en aparecer o nunca apareció. El pueblo portugués, así lo
cuentan, no quiso aceptar el hecho. Esto, unido a la muy humana necesidad de
creer en algo que alentara sus esperanzas en un futuro mejor, ayudó a crear y
propagar la leyenda de que el rey no había muerto, simplemente preparaba las
condiciones para regresar, liberar a Portugal del dominio extranjero y
recuperar su trono.
A este movimiento se le denominó
sebastianismo. Este mito, que aúna ilusión pasiva y resignación activa, se
sustenta en algunos aspectos del melancólico carácter portugués. El
sebastianismo, como concepto, fue más allá de aquella época. Se podría definir
como la suma del malestar con un presente ingrato más la esperanza en que un
hecho milagroso –una resurrección de un ilustre fallecido- les guíe a la tierra
prometida.
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