domingo, 31 de agosto de 2014

UNA MALA PEDRADA

Aún recuerdo la cara de estupefacción de aquel chaval cuando comprendió que había sido ‘burreado’ por aquellos que, para él, eran poco más que unos palurdos. Lo que no consigo recordar, sin embargo, es su nombre. Había llegado a nuestro pueblo por casualidad, estaba allí  como podía haber  estado en cualquier otro sitio. El chico era amigo de Luis, uno de los de nuestra pandilla del pueblo que vivía durante el curso en la capital, y, vaya usted a saber por qué, había decidió pasar en el pueblo de su amigo la segunda quincena de agosto. Para él todo era extraño y casi todo molesto. Por eso y por su actitud de niño consentido no cayó en gracia. Los primeros días de su periplo coincidían con los de la preparación de las fiestas, esos días en que estábamos enfrascados en el arte de convertir cualquier vieja panera en una peña. Mientras limpiábamos los suelos o jalbegábamos las paredes, el intruso se quejaba del olor, del calor y de lo que fuera.  Andrés se acercó a él y le dijo, oye, en lo que terminamos acércate a la casa de Tere (la madre de su amigo) y le dices que si nos deja la pantómetra. ¿Qué es eso? Preguntó. Ve a por ella y ya lo verás. El chico fue y al cabo de un rato volvió con un saco bien atado a cuestas. Cuando la dejó sobre el suelo, Andrés torció el gesto. No, esa no, dijo. Ve de nuevo y dile a Tere que la que necesitamos es la grande. El chaval repitió la operación y al poco regresó con el mismo saco pero esta vez más lleno. La sonrisa de Andrés certificaba que esta pantómetra sí era la buena.  Cada uno de nosotros interrumpió su labor y fuimos formando una especie de corro en el centro. Cuando ya estábamos todos, el propio Andrés desató el saco y desveló el secreto, allí no había más que objetos tan pesados como inservibles mezclados con trozos de leña. La carcajada fue general, si exceptuamos, claro está, al protagonista ahora consciente del complot urdido en su contra. Llegar a un pueblo desde la capital tiene estas cosas, sobre todo si el que llega se empeña en mirar por encima del hombro a los que son de allí. En el mejor de los casos termina cargando la pantómetra o cazando esos unicornios rurales que se llaman gamusinos y pululan por ahí. En el peor, una pedrada rebaja la altivez.

domingo, 24 de agosto de 2014

HORMIGA A HORMIGA


Al final fue que sí, como pudo haber sido que no, y los aficionados acudieron sin siquiera un aspaviento a esta liturgia semanal que se pone de nuevo en marcha. Hasta que un día se cansen -nos cansemos- de tanta burla de los que nos miran desde arriba, desde tal altura debe ser que parecemos poco más que hileras de hormigas, unas iguales que otras, todas prescindibles y como tal nos tratan. Y como tal actuamos, sin levantar la voz, sin decir ¡hasta aquí llegó la riada del 63! Total, pensamos, para lo que va a servir. Los dirigentes de nuestro fútbol son de esta ralea, para ellos el fútbol son dos columnas en una tabla, la del debe y la del haber. Con la diferencia llenan sus carteras. Caso de no haberla, se deja de pagar y la ruleta sigue dando vueltas. La grasa que la hace girar, el dinero que les llega por unos medios o por otros, parte siempre del bolsillo de las menospreciadas hormigas a las que tampoco se debe liberar de su parte de culpa: han dejado hacer y les han hecho. El lamento llega siempre tarde. La última ha rozado el límite de lo esperpéntico, en una semana nos dijeron que empezaba la competición, que dejaba de empezar y que venga, que sí, que empezamos. Y usted, que le apetecía ver el partido, no supo hasta casi el último día si quedarse en Pucela, irse a las fiestas de su pueblo o sacar billete para el tren playero. A ellos poco, por decir algo, les importa. Al final fue que sí, pero no se puede hacer como si nada hubiera sido. Quizá, hormiga a hormiga, se pueda alzar la voz lo suficiente como para llegar alto y recobrar el respeto que no se sabe en qué punto del camino nos perdieron. No es incompatible mantener una pasión colectiva con un comportamiento propio del ganado lanar. Al final fue que sí y el partido produjo la primera alegría en forma de resultado pero eso es poco bagaje para la ensoñación. Los futbolistas, al afrontar el primer partido de una temporada, deben sentir un miedo similar al que sufre un escritor ante la amenazante presencia de un folio en blanco, un pánico que no amaina aunque haya escrito mil artículos o dos docenas de libros. Más si cabe cuando algunos acaban de llegar a estas tierras y otros sienten que en sus piernas está el resarcir al equipo del fracaso de la temporada anterior. Pero llamarse Real Valladolid o tener la vitola de equipo que fue de Primera deja de tener valor en cuanto el balón corre por el césped. Analizar lo visto tiene sentido, hacer una proyección de lo que puede ocurrir en los próximos diez meses roza lo temerario. Lo que no quita para que algunos detalles inflen esa bolsa de gas que se llama ilusión. Uno de estos detalles es la incorporación a la plantilla del portugués André Leao, un jugador que llegó de puntillas pero que impregna de calidad a cada jugada que pasa por sus pies. Pero, junto a ese optimismo inmanente al primer triunfo habita el principio de precaución. Lo que haya de ser lo sabremos, mientras tanto disfrutemos de este relato que podría comenzar a la manera de Tolstoi en Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Y al final...



Publicado en "El Norte de Castilla" el 24-08-2014

martes, 12 de agosto de 2014

DON SEBASTIÁN Y EL CAPITALISMO

Cuentan los que de esto saben que en Marruecos, durante la batalla de Alcazarquivir, moría en 1578, el rey portugués Don Sebastián. Como no dejó herederos, el trono luso acabó en manos de Felipe II de España.

Al haber muerto en plena batalla, en tierra extraña y lejana, casi nadie pudo ver su cadáver; un cadáver que, en cualquier caso, tardó en aparecer o nunca apareció. El pueblo portugués, así lo cuentan, no quiso aceptar el hecho. Esto, unido a la muy humana necesidad de creer en algo que alentara sus esperanzas en un futuro mejor, ayudó a crear y propagar la leyenda de que el rey no había muerto, simplemente preparaba las condiciones para regresar, liberar a Portugal del dominio extranjero y recuperar su trono.

A este movimiento se le denominó sebastianismo. Este mito, que aúna ilusión pasiva y resignación activa, se sustenta en algunos aspectos del melancólico carácter portugués. El sebastianismo, como concepto, fue más allá de aquella época. Se podría definir como la suma del malestar con un presente ingrato más la esperanza en que un hecho milagroso –una resurrección de un ilustre fallecido- les guíe a la tierra prometida.