Salía perdiendo en cualquier comparación. En aquel presidio convivían,
al menos vivían juntos, asesinos convictos, traficantes habituados a
marcar territorio, atracadores de gatillo fácil y los propios carceleros
cuyos valores no se diferenciaban de los reclusos y su actitud la
empeoraba por el simple hecho de ser los depositarios del poder.
Formaban una caterva para andarse con cuidado, para recelar ante
cualquier movimiento. Luke Jackson tendría que compartir ese territorio,
en que la violencia se servía con más frecuencia que la comida, por un
motivo mucho menor: destrozar un indicador de aparcamiento en medio de
una borrachera. No era un santo, su carácter era excesivamente
impulsivo, pero poco más. En medio de aquella cueva de lobos se veía
como un alma cándida, tenía todas las papeletas para ser visto como
tierna carne de cañon para ser servida en caliente. Luke recordó, no
podía ser de otra forma, nadie que haya oído silbar las balas a
centímetros de la oreja o el estruendo de las bombas al explotar puede
olvidarlo, que, aunque a sí mismo se considerase, sin más, un ciudadano
corriente, había participado en una guerra. Sabía que en terreno
inhóspito, en suelo hostil, el primer mandamiento es hacerse respetar,
forjar una imagen que fuera un escudo, y en ello puso todo su empeño.