Por
si ya fueran pocas las dificultades a las que ha de enfrentarse para
sobrevivir un joven de los años veinte en los suburbios de Rotterdam,
Jacob Katadreuffe añadía una más: era un hijo ‘bastardo’, condición por
la que se sentía apuntado por el dedo cruel de las habladurías. Su madre
callaba en todos los sentidos, no solo le ocultaba el nombre de su
padre sino que, además, quizá condicionada por el sentimiento de culpa,
quizá por verse obligada a ‘cargar’ con un hijo que jamás deseó, nunca
le dio el cariño ni la atención que el niño reclamaba. Jacob, a pesar de
todo, se empeña en escalar socialmente. Unos viejos libros que yacían
mortecinos en la casa de su madre encienden la llama de su curiosidad y
marcan el inicio de su formación autodidacta.
Un día descubre que Deverhaven, el ser más odiado de la comunidad, es su
padre. Este es un hombre ruin que se siente orgulloso de ese estigma.
No en vano, por su trabajo de alguacil se dedica a desalojar a los
vecinos más pobres entre los pobres de sus casuchas y, en los ratos
libres, ejerce de usurero aplicando métodos canallescos.