No
discuto que pueda haber genios de la cocina con pericia
suficiente para convertir el cocido en un lujo gastronómico. Lo
indiscutible es que nadie es capaz, por torpe que sea, como es mi caso,
de desgraciarlo. Por mal que se den las artes culinarias, es imposible
ponerse a preparar un cocido y que no te salga,
al menos, ‘apañao’. Otra cosa son los callos, estos no se pueden
apañar. Aquí no caben términos medios, o son un manjar –¡ay! aquellos
que preparaba Nieves los días de fiesta en el Bar Manolo de mi pueblo– o
no hay forma de hincarlos el diente. Será por la
poca calidad de la pieza, la escasa limpieza del producto o la mala
preparación del guiso; si unos callos no salen bien, salen muy mal y no
hay cristiano que los digiera. Por eso nunca pido una ración en un sitio
del que no tenga referencias, corro el riesgo
de ponerme a blasfemar al llevarme el primer trozo a la boca.