No, no estaba
abandonada. Que no nos quieran quitar hasta la memoria. Allí, por ejemplo,
conocí a la madre de mi hijo. Y ese día, como el anterior, como los siguientes,
la plaza de Cantarranas hervía. Es cierto que tanta vida generaba algún efecto
indeseado, pero no más que en tantos otros lugares donde la gente convive en la
calle. La diferencia es que las personas que se agrupaban en la plazuela no
parecían dignas de ocupar un espacio en el centro de esta ciudad, vestían mal y
se cortaban pocas veces el pelo. Mala publicidad para quien pretende especular
con el jugoso pastel de los metros cuadrados. Había que poner en marcha una
maquinaria para expulsar a esa gente ‘molesta’ y se optó por una ya conocida:
la criminalización de las personas, la estigmatización del espacio. La
socióloga británica Ruth Glass o la escritora canadiense Jane Jacobs describieron
estas prácticas cuyo fin último es expulsar a la clase obrera del centro para
que, posteriormente, sea ocupado por esa clase media con pretensiones. En
Valladolid se siguió el catón. En Cantarranas no se bebía más que en Paraíso,
ni se movía más droga que en Coca, ni había más altercados que en San Miguel;
pero sí había más policía, más multas, más denuncias, más expedientes. A la
plaza la vaciaron.