Imagino la cara de aquel joven ginecólogo que,
apoyado en la barandilla del balcón, habla por teléfono con su hermano.
‘Bien, bien’, dice, ‘ha merecido la pena viajar hasta aquí’. Recordaba
la primera (y única) vez que atendió un parto en su provincia, tiró
con tal fuerza del niño que le ‘arrancó’ de su madre produciendo en esta
una hemorragia con fatales consecuencias. Con tanto vigor tiró que, a
resultas del propio impulso, el bebé se le resbaló de las manos y voló
hasta que encontró un freno en la cabeza de su propio padre. Ambos
murieron en el acto. Con el auricular en la mano, el médico sonreía
satisfecho. Lejos, aunque no hubiera pasado tanto tiempo, quedaba aquel
día en que el Colegio de Médicos le había expedientado y él decidió irse
a otro lado. Ahora estaba en ese otro lado hablando con su hermano.
¿Cómo te está yendo? Bien, bien, ha merecido la pena viajar hasta aquí,
ya he atendido un parto y he conseguido que sobreviviera el padre.