Puedes estar hablando con tu hijo y sacar a colación lo que
hiciste aquel verano en que tenías su edad; escuchar el nombre de una ciudad y
recuperar en tu imaginación aquellas vacaciones, las historias juveniles con un
amigo que se fue a vivir allá, el fatal accidente de un compañero de estudios…
Podemos estirar el catálogo de situaciones en las que giramos el cuello de la
memoria para mirar hacia atrás hasta el infinito. Con demasiada frecuencia el
pasado, ese pasado personal que nos arrebata del presente, extiende alguno de
sus tentáculos con la intención de zancadillearnos. De esta forma, aunque no
terminemos de caer, de frenar en seco nuestro caminar, durante un tiempo
avanzamos a trompicones.
La tentación, llegados estos casos, vive en un arriba que se
llama Jorge Manrique, “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. En general, casi
ninguna etapa anterior lo fue, lo sabemos todos menos los miembros de aquellos
grupúsculos sectarios, tanto da nacionalistas de uno u otro pelo o corrientes
de un desvariado progresismo, que reclaman del pasado estados o escenarios
ideales que nunca se dieron. Sabemos, digo, en cuanto la razón nos devuelve al
presente, que esa idealización nos parece mejor que el hoy porque ese pasado
una vez fue nuestro.