Hale, niño, a la calle a
jugar.
Teruel no existe. Estar,
está, eso es indudable, claro; pero existir es otra cosa. Y existir
políticamente, otro asunto bien diferente. No hay prueba más palmaria de la
inexistencia política que la necesidad de gritar un ‘oiga que estoy aquí’
cuando llevas ahí toda la vida.
Venga, quédate pero no
molestes.
La frustración y la rabia
tienen poco recorrido institucional. Cuando se encapsula en una agrupación de
electores, el grito de la calle se convierte en moción; la interpelación, en papel,
papel higiénico, papel mojado. La frustración se mantiene, la rabia se
contiene, la situación permanece. Teruel existe es la suma de lo que no existe
en Teruel, una suma de plataformas que daban cuenta del ferrocarril que se iba,
del médico que no venía.
He dicho que no molestes,
toma este caramelo y calla.
Caerá alguna monedilla que,
craso error, síntoma de enfermedad, anticipo de la muerte, adobará la
autocomplacencia, validará el experimento para satisfacción de sus impulsores/representantes.
Algún kilómetro de autovía -siempre de paso-,
tal vez un tren a mayores, y un ¿qué más queréis? sin posibilidad de
respuesta. Si con eso vale, si cunde el ejemplo, el grito se convertirá en
guirigay. Así, si sale mal, mal; si sale bien -de repente aparecerán media
docena de niños pidiendo caramelos, compitiendo por las mismas monedillas-
peor.