Los calendarios están llenos de
números que, en su mayoría, no nos dicen nada; unos pocos, sin embargo, han ido
cobrando significado, bien porque se clavan como aguijones en el corazón,
porque forman parte del selecto elenco de efemérides colectivas, bien porque
una melodía los ha apuntalado en nuestra memoria. Así, gracias a los Celtas
Cortos, el veinte de abril será siempre el del noventa y recordaremos las risas
que nos hacíamos antes todos juntos.
El pasado veinte de abril, sábado
para más señas, mientras el día iba transcurriendo igual que tantos días
iguales, en cualquiera de nuestros pueblos, donde sus habitantes se esfuerzan
para llenar las lentas horas de estas tardes que empiezan ya a ser largas, en
Becilla de Valderaduey se disponían a limpiar la iglesia. Así, entre fregonas y
amoniaco, el reloj iba dando vueltas hasta que encuentran un trozo de tela que
podía ser un trapo olvidado alguna otra tarde de limpieza. Pero no, a fuerza de
vueltas, el reloj marcaba el siglo XIII. El trapo tenía alcurnia. Era, nada más
y nada menos, un pendón que se había empeñado en transitar por el mismo oscuro camino
del silencio que tres siglos después siguieran aquellos ‘morados pendones
viejos violados de tanta espera’ que evocara Luis López Álvarez en el Romance
de los Comuneros. Desde entonces ya Castilla no se ha vuelto a levantar. Añadía
el poeta berciano.