Si hiciera caso a mis descreídos ojos y nada
más me preguntase, esos renglones de feligreses
escritos en las calles a lo largo de la semana santa obligarían a
reconocerme en medio de una sociedad henchida de un fervor religioso que, sin
embargo, el resto del año desmiente. Una contradicción nada aparente que en
principio me desconcierta.
Bajo las caperuzas de esas reatas de
penitentes que marcharon en filas de a uno se disimulan las caras de nuestros
vecinos mostrando resabios de una religión prescrita con analgésicos marca
dogma cuya modernidad se enarbola en pos de las treinta monedas que nos aporta
el gran fetiche futurista: el turismo. Mañana, cuando las tallas reposen en sus
aposentos cotidianos y muchos escondan sus convicciones religiosas para mejor
recuerdo en el mismo armario donde guardan almidonada la túnica de sayón, los
hosteleros harán cuentas.