Ni por lo más remoto imaginé, aquella noche del verano de la
Peñaranda de finales de los ochenta en que Ana me la regaló, que la cinta
seguiría conmigo más de treinta años después. Y eso que en aquel entonces no
sospechaba que pasado un tiempo no haría falta ni soporte físico para almacenar
música. En aquella cinta se amontonaban un puñado de canciones grabadas a pelo
en un bar de Salamanca, ciudad donde ella estudiaba medicina. El autor era un
tal Manuel Díaz Luis. Una voz y una pluma demasiado interesantes pero que, al
poco, se apagaron por culpa de un cáncer traidor, valga la redundancia.
Otros veranos pasaron: dejé de ir de forma continua a mi pueblo, de disfrutar de las noches de Peñaranda. Como consecuencia, aquellas conversaciones nocturnas con Ana, que terminaban solapándose con el alba, se fueron distanciando, hasta que dejaron de ser, hasta que nos perdimos la pista. También perdí la pista de la cinta. La dejé, pero no recordaba a quién.