martes, 13 de septiembre de 2005

EL MONO QUE DIJO NO

Por las atapuercas varias se escudriña con mimoso esmero el pasado en pos del vestigio que clave la punta del día en que el mono se hizo hombre. Ese antesdeayer camina asociado al uso de la palabra; pero no una palabra cualquiera. En las simas se escarba tras el vocablo “no” fundido al fósil de un humano. El uso del carbono 14 establece una cronología de los testimonios biológicos, pero la frontera que nos separa de la jaula del zoo se resume en dos letras secas, cortantes, agrestes, tantas veces tristes, educadoras. El “no” dibuja la brecha entre la pulsión instintiva y el esfuerzo de la razón. 

La infancia es una meseta virgen, una llanura fértil en la que arraiga cualquier siembra, un territorio sin tiempo que perder pues, con el paso de los años, la semilla arraigada es maleza en un terreno correoso imposible de escardar.

El mañana es pan que han de roer los que hoy son niños; el presente les ha de proveer de una dentadura. La formación de un niño -la adecuación de sus necesidades e intereses, la activación de sus potencialidades, la inserción en un mundo complejo, la responsabilización de sus actos- dejada al albur del viento es la base de una postrera miseria moral.

En nuestras sociedades el monocultivo del economicismo más depredador impone modos de relación laboral que impele a los progenitores a dimitir de su labor y esa grieta, como las de las rocas con el agua, se ven henchir de televisión.

Algunos ilusos soñaron con las posibilidades educativas del medio y erraron de plano. Una empresa sólo atisba beneficios y su do re mi es más audiencia, más publicidad, más dinero. En televisión el corolario es simple: más carnaza.

Entre la dejación de unos y la ausencia de escrúpulos de otros la caja tonta es la perversa madrastra con la manzana envenenada. La suma de horas ante una pantalla infecta de los impúberes se aproxima a las que permanecen dormidos en las aulas y alguien pregona voces de alarma. Voz en el desierto. Los operadores de televisión se comprometen a vetar cuatro horas al día programas no aptos para menores. Un paso. Pisan la cola pero dejan viva a la serpiente: la publicidad. Al amparo de la programación infantil deambularán acicates al consumo desenfrenado, perversos mundos de sueños felices perpetuamente insatisfechos, marcas que se clavarán como iconos, una nueva religión. Perpetúa los clásicos roles masculino y femenino, pero aun solventada la salvedad, las niñas y niños engullen sin masticar horas de estímulo a sus instintos, reforzándolos hasta convertirlos en guía de su conducta y tiranos de nuestras casas.

No oirán la palabra follar pero el flautista de Hamelín les arrimará a la puerta del Gran Almacén. No sabrán decir “no”. La vuelta al mono