domingo, 26 de enero de 2014

HIJOS SIN PARÁBOLA

Nunca me convencieron, ni poco ni mucho ni nada, las diversas lecturas que se hacían de la parábola del hijo pródigo. Más que nada porque el debate se plantea como si la realidad solo ofreciera -tal que si fuera una contienda electoral en un escenario asolado por el bipartidismo, tal que si fuera una liga en la que nada más que dos se juegan la gloria y el resto apenas malviven, tal que si fuera una tele de los años sesenta- un blanco y un negro intercambiables como únicas alternativas posibles. Recordemos: un padre tenía dos hijos, el pequeño elige una vida placentera y se va de casa tras haber pedido su parte de la herencia. Una vez dilapidados estos dineros y viéndose en la miseria, se arrepiente (se arrepiente o, como en el clásico aforismo, piensa que entre el orgullo y el dinero lo segundo es lo primero) y vuelve tras el rebufo paterno. El padre, cuando le ve llegar, se llena de alegría y celebra su vuelta por todo lo alto. Aparece entonces en escena el mayor de los hijos, el que se quedó trabajando en la hacienda familiar, el que pensaba que todo este esfuerzo repercutiría única y exclusivamente en su futuro patrimonio. La reacción del padre le encoleriza porque la considera injusta. Visto así, parece que cualquier comportamiento solo se produce por el empuje de los intereses personales envueltos en la aparente bondad del mayor o en la cierta falsedad del pequeño. Y no es así, podrían darse, al menos, otras tres opciones representadas por otros tantos vástagos que no aparecen el cap. 15 del Evangelio de San Lucas, el tercero se arrepentiría de veras, el cuarto cumpliría con lo que cree que tiene que cumplir sin más interés que el resultado de su buena labor y el quinto derrocharía una y otra vez lo que va consiguiendo por una mezcla de orgullo, prepotencia y mala cabeza.