Terminar en medio del campo o en
el pueblo que no era se fue convirtiendo en un tradición. No había año
que atináramos con el camino que conducía a Rivilla de Barajas. No son
más de ochenta las personas que viven allí habitualmente, pero
conseguían convocar a miles de jóvenes (y no tanto) durante unos
festejos que no se correspondían, por exceso, con el tamaño de este
pueblo abulense.
La memoria me traiciona y no recuerdo bien si las
fiestas se celebraban la última semana de julio o la primera de agosto
pero se celebraban, y de qué manera. A este enclave morañego se accede
(o se accedía), si se va desde cualquier pueblo de la ribera del
Trabancos, por uno de los caminos de concentración que parten de la
carretera que une la nacional Ávila-Salamanca con Fontiveros, la cuna
del místico Juan de Yepes. Uno de los caminos, pero ¿cuál? Año tras años
estábamos seguros de acertar, año tras año terminábamos en medio de una
tierra recién segada o incordiando a una pareja que, al amparo de la
luna, había aparcado buscando intimidad a un lado de una vía por la que
nadie debería circular a esas horas.