A buen seguro que no ha existido a lo largo de la historia
un urbanista tan influyente como el coche. Desde que este artilugio móvil
llegó, nuestras vidas y nuestros entornos ya no se parecen en nada a lo que
anteriormente fueron.
Desde un primer momento, las distancias -longitudes que se
miden con unidades de tiempo- decrecieron, lo que acarreó una modificación en
nuestra manera de mirar el mundo, de estar en él. Esta nueva perspectiva
temporal, al modo de una app, se fue instalando en nuestros cerebros. En una
primera fase interiorizamos el proceso, aquel cerro, un suponer, que pensábamos
tan lejano ahora está a tiro de piedra. En la segunda, entendemos que el diseño
de las calles debe plantearse con la idea de que los vehículos se muevan con
cierta comodidad, asumiendo además que el coche ha de tener prioridad. Para
ello se les otorga más de la mitad del espacio público de la ciudad. En la
tercera, adaptamos todos nuestros hábitos a esta nueva escala: si aquel cerro
no está tan lejos es posible colocar allí un gran supermercado, el campo de
fútbol, el auditorio o el hospital. El polígono industrial, por descontado. En
una última fase, hasta el ocio se ha intentado marchar. Sin coche, hemos
llegado a creer, que no puede haber vida distinta a permanecer encarcelado en
casa.