Cuentan los que de esto saben que
en Marruecos, durante la batalla de Alcazarquivir, moría en 1578, el rey
portugués Don Sebastián. Como no dejó herederos, el trono luso acabó en manos
de Felipe II de España.
Al haber muerto en plena batalla,
en tierra extraña y lejana, casi nadie pudo ver su cadáver; un cadáver que, en
cualquier caso, tardó en aparecer o nunca apareció. El pueblo portugués, así lo
cuentan, no quiso aceptar el hecho. Esto, unido a la muy humana necesidad de
creer en algo que alentara sus esperanzas en un futuro mejor, ayudó a crear y
propagar la leyenda de que el rey no había muerto, simplemente preparaba las
condiciones para regresar, liberar a Portugal del dominio extranjero y
recuperar su trono.
A este movimiento se le denominó
sebastianismo. Este mito, que aúna ilusión pasiva y resignación activa, se
sustenta en algunos aspectos del melancólico carácter portugués. El
sebastianismo, como concepto, fue más allá de aquella época. Se podría definir
como la suma del malestar con un presente ingrato más la esperanza en que un
hecho milagroso –una resurrección de un ilustre fallecido- les guíe a la tierra
prometida.