Al igual que los viejos revolucionarios de cartón piedra,
tras comprender que sus certezas se postergaban, que el proceso deseado iba
para largo, asumieron que su sino era esperar, los mesetarios vivimos aguardando
la fecha señalada.
Al contrario, mientras aquellos bon vivant de la izquierda
caviar esperaban -alguno todavía anda en ello- un fin de los días en forma de revolución
que habría de traer a la humanidad justicia, paz, felicidad y prosperidad
eterna; nosotros sobrevivimos pasando las horas sentados en la solana haciendo
tiempo para que la solución biológica determine cuál habrá de ser el último de
los días en que nuestras tierras serán habitadas. Este porvenir, el nuestro,
digo, también vendría cargado de paz, la de los cementerios.
Ellos, gauche divine, entre brindis y brindis, concluían que
las contradicciones inherentes al sistema inexorablemente arrumbarían el
capitalismo en cualquier rincón perdido de la historia; nosotros, entre chato y
chato, corto y corto, ahogamos las penas lamentándonos por el inexorable
destino de ser la (pen)última generación de pobladores del Valle del Duero y
adyacentes.