Apenas contábamos diecisiete o dieciocho años y
empezábamos a salir por la noche. Ellos salían más tarde, casi cuando
nosotros regresábamos. Al cruzarnos nos miraban perdonándonos la vida,
pero con un punto de ternura. Ellos empezaban la fiesta, nosotros la
dábamos por concluida. ¡Hasta mañana, registrines! Les miramos con cara
de no entender y les preguntamos que significaba registrín. Se rieron
como si no hubiera más días para reír. Pero nos lo explicaron. Tiempo
atrás, cuando a España la conocía la madre que la parió, existían las
paradas de yeguas. Unos lugares a donde se las llevaba para que un
caballo las preñase. Pero no eran tiempos de bonanza y podría ocurrir
que la yegua no estuviese en celo -aunque el dueño pensase que sí-, se
rebelase y a resultas de una mala coz retirar de la carrera al semental.
No era cuestión de experimentar dado el valor del caballo. Por tanto,
cuando una yegua llegaba a la parada, se sacaba al registrín: un burro
con una ingrata labor. Si la yegua no estaba en celo, la coz se la
llevaba el asno. Si, por el contrario, la yegua no se encabritaba, se
retiraba al burro al establo y salía el caballo. Así nos veían y así
veían el mundo. Cosas del siglo pasado, de los años de la furia y la
testiculina. Tras el domingo queda escrito un punto y final.