domingo, 19 de mayo de 2019

NOTRE DAME DE PUCELA

Foto El Norte
Aún tenemos insertas en la retina las lenguas de fuego que asolaron la Catedral de Notre Dame. En unos pocos minutos, varios cientos de años se fueron convirtiendo irremisiblemente en polvo. Una vez sofocado el incendio, las heridas mostraron abiertas las sucesivas capas de piel que superpuestas recubrían y conformaban el cuerpo del templo. Porque la Notre Dame que ardió es, a la vez, una y varias;porque el conjunto actual es el que se ideó en el siglo XII, pero también el que parecía concluido cien años más tarde, el que se remató otros cien después, el que tuvo que cambiar su aguja a finales del XVIII, el que la Revolución Francesa desacralizó, el que Napoléon le devolvió su uso religioso, el novelado por Víctor Hugo, el que incorporó aguja y gárgolas en la remodelación de la segunda mitad del XIX, el que fue cuidado y limpiado para lucir como lucía diez minutos antes del incendio. Pero no es solo la suma de talento y trabajo acumulado a lo largo de las generaciones que nos precedieron, Notre Dame es también la historia que será, el folio en blanco en el que nuestros hijos –esperemos que dejemos espacio para un futuro que merezca ser relatado– escribirán la historia que habrá de venir. Sumemos una tercera visión que se contrapone a las anteriores: frente a la dinámica y objetiva de los hechos sucesivos, el templo parisino es una estampa estática y subjetiva, una foto con algún familiar que ya hoy no está con nosotros, el recuerdo de aquella novia que tuvimos o, es mi caso, aquel hueco en la plaza que espera que lo llenemos, que recuerda la visita pendiente.