Los juegos dejan de ser juegos en cuanto los que lo practican son
conscientes de que alguien los está mirando. Sucede, de alguna manera, algo
similar a lo que enunciara Werner Heisenberg allá por 1925 en su ‘principio de
Incertidumbre’. Este físico alemán demostró que no existe la posibilidad de
medir experimentalmente, con precisión y de forma simultánea, algunos pares de
magnitudes -como la posición y la cantidad de movimiento de una partícula- ya
que cuando se consigue medir la primera se perturba la segunda, lo que modifica
su valor. Aquellos ojos vigías, con su
sola presencia, perturban, de la misma forma, el contexto y subvierten el orden
de las motivaciones de quienes antes pretendían divertirse en primera instancia
y después, si podía ser, ganar. A partir de ese instante, el simple
entretenimiento adquiere un carácter secundario y vencer, imponerse, mostrar
que uno es mejor que el otro, pasa a ser el objeto principal. El deporte puro,
más allá de algunos juegos de niños, por tanto, no existe; está contaminado por
los ojos que lo ven.
La segunda subversión llegó en el momento en que los ‘mirantes’ empezaron
a ser muchos más que los que los practicantes, en que la razón de ser del juego
no tenía más sentido que el deleite de las muchedumbres. Para ello, para
albergar a ese cúmulo de personas, fueron construidos los templos de esta nueva
religión. Allí los fieles, de tanto en tanto, se convierten en el músculo que
da vida a unas estadios que sin ellos no serían más que, como dijera Mario
Benedetti, un esqueleto de multitudes. Cuando se llenan, sin embargo, destilan
vida.