Sentado en uno de esos pupitres
que cualquiera que tenga más de cuarenta años reconocería como suyo, borraba
las palabras escritas a lápiz en la cartilla de dos cursos atrás. Mi hermano
acababa de entrar en la escuela por primera vez y en su raquítica cartera
llevaba un cuaderno sin estrenar, un escaso estuche y una cartilla heredada. Se
sentó a mi lado -entonces en la misma aula vivíamos niñas y niños de diversos
cursos- y tímidamente colocó sobre la mesa lo poco que de casa había traído. Le
cogí la cartilla y me dispuse, goma en mano, a dejarla como nueva.