viernes, 27 de octubre de 2017

VIAJAR PARA VIAJAR

Si en dos escenas consecutivas de una misma película, por ejemplo, nos encontramos a un parado y un ejecutivo diciendo en sus respectivas casas que van a pasar la mañana en un banco de la Plaza Mayor, todos entenderemos que van al mismo espacio de la ciudad pero no al mismo sitio. Posiblemente, el uno sentado, el otro azorado, ninguno se vaya a percatar de la presencia del otro. Y es que en los diccionarios habita una pléyade de palabras polisémicas. Vocablos de esos que, dependiendo del ángulo desde el que lancemos nuestra mirada, significan una cosa u otra radicalmente distinta.  Pues bien, en el ámbito político, aún más. Tanto que  me atrevería a decir que este fenómeno lingüístico se hace extensible a casi todas las palabras. Es así para los términos más abstractos. ‘Democracia’, ‘libertad’, ‘derecho’ y tantas otras significan lo que el orador de turno quiere que signifiquen y terminan siendo piedras que se lanzan contra el adversario. Pero también, y esto tiene su mérito, cabe la polisemia para las palabras aparentemente más concretas. Un ‘turista’ es una cosa y, al parecer, un ‘turista’ es otra cosa. Una primera acepción es “Individuo ruidoso, sin modales, que cree que el lugar al que llega es el espacio ideal para hacer lo que le salga del nardo”. En algunos lugares se alzan protestas contra su presencia indiscriminada. Al eco de esas voces, el alcalde de Valladolid lanza un reclamo: si ellos no los quieren, viene a decir el ínclito munícipe, que los envíen para acá. Claro, el señor Puente entiende ‘turista’ por su segunda acepción: “Persona que, sin alterar el ritmo de la ciudad de acogida, visita otro lugar diferente al suyo habitual con el fin de contemplar los encantos de la ciudad receptora y/o disfrutar de las actividades que en ella se realizan”.