Si en dos escenas consecutivas de una misma película, por ejemplo, nos
encontramos a un parado y un ejecutivo diciendo en sus respectivas casas que
van a pasar la mañana en un banco de la Plaza Mayor, todos entenderemos que van
al mismo espacio de la ciudad pero no al mismo sitio. Posiblemente, el uno
sentado, el otro azorado, ninguno se vaya a percatar de la presencia del otro. Y
es que en los diccionarios habita una pléyade de palabras polisémicas. Vocablos
de esos que, dependiendo del ángulo desde el que lancemos nuestra mirada,
significan una cosa u otra radicalmente distinta. Pues bien, en el ámbito político, aún más.
Tanto que me atrevería a decir que este
fenómeno lingüístico se hace extensible a casi todas las palabras. Es así para
los términos más abstractos. ‘Democracia’, ‘libertad’, ‘derecho’ y tantas otras
significan lo que el orador de turno quiere que signifiquen y terminan siendo
piedras que se lanzan contra el adversario. Pero también, y esto tiene su
mérito, cabe la polisemia para las palabras aparentemente más concretas. Un
‘turista’ es una cosa y, al parecer, un ‘turista’ es otra cosa. Una primera
acepción es “Individuo ruidoso, sin modales, que cree que el lugar al que llega
es el espacio ideal para hacer lo que le salga del nardo”. En algunos lugares
se alzan protestas contra su presencia indiscriminada. Al eco de esas voces, el
alcalde de Valladolid lanza un reclamo: si ellos no los quieren, viene a decir
el ínclito munícipe, que los envíen para acá. Claro, el señor Puente entiende
‘turista’ por su segunda acepción: “Persona que, sin alterar el ritmo de la
ciudad de acogida, visita otro lugar diferente al suyo habitual con el fin de
contemplar los encantos de la ciudad receptora y/o disfrutar de las actividades
que en ella se realizan”.