El diario oficial de la Ciudad del Vaticano,
L`Osservatore Romano, recibió algo mal la noticia de que el Premio Nobel de
Literatura de aquel 1997 había caído en las impías manos de Darío Fo. Tan mal,
que no tuvieron recato en cuestionar los merecimientos del dramaturgo italiano
del que escribieron que no llegaba ni a escritor, que era, simplemente, un
bufón. Fo, lejos de sentirse molesto por el supuesto desprecio, agradeció esas
palabras, vino a decir que eran muy certeras y que, aun involuntariamente, le
piropeaban de la mejor manera posible. Un bufón, explicaba el recién premiado,
se dedica a hacer gracias ante los poderosos, a sacarles a estos unas
carcajadas, sí. Pero precisamente por eso tienen el poder de transportarlos a
la realidad, de hacerles sentir, siquiera por medio de la risa, seres tan
mundanos como los demás. Los bufones eran los únicos capaces de ridiculizar a
los mismos a los que hacían reír, los únicos que no tenían miedo, porque el humor
les servía como salvoconducto para adentrarse en el territorio de la verdad.