lunes, 9 de octubre de 2017

AJO Y AGUA

Foto: El Norte de Castilla
Sin agua no hay vida. Al menos tal y como la entendemos en este pequeño rinconcito del universo. Tan es así, que a pesar de los esfuerzos científicos pretendiendo encontrar alternativas biológicas sin la presencia del agua, la existencia o no de este líquido sigue siendo la base principal para calificar como habitable un planeta. Más allá de estas conjeturas científicas, en nuestra Tierra la relación entre agua y vida es obvia. Tan obvia que asociamos el agua con la abundancia, tan obvia que cada vez miramos al cielo con más miedo según se van alargando los periodos de sequía. Antaño a estas etapas de escasez se les consideraba, bien castigos de los dioses, bien estridencias del destino. Al fin, reacciones humanas habituales cuando nos encaramos ante lo desconocido, ante lo que nos supera, ante lo que nada podemos hacer: asumirlo como cuestión de fe o como designio del destino; enfrentarlo con rogativas o con resignación. Hoy, cuando la sequía se vuelve pertinaz, seguimos igual de desazonados que nuestros antepasados. A diferencia de entonces los científicos nos han aportado explicaciones. Alguna no se limita a abordar el porqué, como sucedía en aquel sueño del faraón bíblico, de que las vacas famélicas sucedan a las gordas. Los estudios nos avisan de que el factor humano está alterando las condiciones del planeta hasta estar provocando un cambio climático que propiciará que las vacas esqueléticas se desaten. Tan obvia es la relación, digo, que el ‘agua’ se ha incrustado hasta en nuestras expresiones con su sentido literal, con otro de valor metafórico o apelando a elementos relacionados con el líquido vital.