jueves, 4 de agosto de 2005

EL VERANO MIENTE EN LOS PUEBLOS

Cuando envío un artículo al periódico tengo la misma sensación que el náufrago que arroja una botella al mar. Si además es catorce de agosto la botella, pienso, caerá en un mar seco.
Hace dos horas escasas aún estaba en mi pueblo, uno de tantos que languidecen en invierno para resurgir falsariamente durante unos escasos días. En invierno la edad media de la población se aproxima inexorablemente al número de los que allá habitan, en verano la chiquillería asalta en cualquier esquina. Los que un día nos tuvimos que ir sonreímos en corrillos con tristeza y no podemos contener la desazón, lo bien que aquí viviríamos si durante el larguísimo invierno se mantuviese esta algarabía vital. Hundimos allí las raíces y la nostalgia pero nuestra vida trampea en otros lugares lejanos.
El capitalismo se rige por fuerzas centrípetas, precisa de la acumulación. Necesita un centro al que atraer y una periferia excluida. Si a gran escala la periferia son continentes enteros, en la pequeña proporción de un estado las ciudades grandes se tornan en metrópolis acolmenadas y los pueblos núcleos de estudio para los etnógrafos. Los irreductibles que aun quedan ya no miran al cielo, entre la edad y el fatalismo sus ojos apuntan a Bruselas y de allí cada vez llueve menos.
Estos días he visto a Rasueros alborotarse, reencuentros, abrazos, tertulias en el bar o la piscina, niños merodeando alrededor de la tienda de Tomasa, chavales adornando las peñas para unas fiestas que ya asoman, Gabi se casó con Arancha, todos buscamos desde cualquier camino los matices que la luz brinda de una de las más bellas torres del románico mudéjar. Cuando los músicos recojan sus aperos el reencuentro será entre el pueblo y su realidad. Todos, chiquillos, chavales, adultos y los que se casaron, nos habremos ido. Las peñas apagarán sus luces para los próximos once meses, Tomasa despachará algún kilo de fruta de tanto en tanto y la torre será una foto pegada en la pared de nuestras casas. El verano es el último estertor, la mejoría que precede a la muerte, la gran mentira.
Diversas oleadas de pueblerinos llenamos las ciudades, fuimos los emigrantes en décadas pasadas, hoy son otros –sería bueno recordar- los que vienen con el mismo designio, huir del hambre, labrarse un futuro. Así, acumulando, esquilmando de aquí y de allá, se escribe la historia de las ciudades; así, poco a poco, nuestros pueblos se han deformado en meros parques temáticos, enclaves del pasado, un suicidio para el futuro, una letras impresas a fuego lento: R.I.P.