domingo, 11 de septiembre de 2016

EL ADOLESCENTE CRECERÁ


Rara es la generación que no haya mirado hacia las que le suceden con cierto recelo, desconfianza o, incluso, un desprecio manifiesto. Son recurrentes las frases del cariz de ‘los jóvenes de hoy en día son unos irresponsables; nosotros, a su edad, ya éramos capaces de…’. De nosotros lo dijeron nuestros padres; de estos, nuestros abuelos; de Felipe II, Carlos I y así podríamos remontarnos hasta el principio de los tiempos. La nuestra, la de las madres y padres de hoy, no es distinta de todas las anteriores, no se puede excluir de esta espiral de reproches: que si no se separan del ordenador o de la tele, que si pasan el día pegados al móvil, que si no estudian, que si salen o visten así o asao… En el fondo de estas críticas subyace básicamente el doble miedo a lo desconocido -y nada más desconocido que el futuro- y al fracaso en nuestra labor transmisora. Tememos que nuestros hijos, que hasta hace cuatro días eran unos dóciles animales domésticos perfectamente manejables, habiendo llegado el momento en que se ven abocados a tomar decisiones por su cuenta, yerren, destrocen su vida y, con ella, la nuestra. Es irremediable, nos da miedo, por ejemplo, que beban. Vamos, cómo si ellos hubieran inventado algo tan demoníaco como el ron o el güiski. ¡Qué voy a decir, si a mí, que no he dejado de dar pedales a lo largo de los treinta años que llevo en Valladolid, me da pánico la imagen de mi hijo yendo en bicicleta rodeado de coches por las calles de la ciudad!

Tememos también, aunque digamos lo contrario, que se salgan de ese camino que en nuestras mentes establecimos en su día. Nos negamos a asumir la posibilidad de que surja algo tan irremediable como el fracaso. Tal vez por ser la primera generación que se educó en un marco de abundancia, no entendemos el tropiezo como parte del ciclo vital del aprendizaje y, de esta forma, hemos exacerbado una cierta intolerancia a la frustración.