En poco más un de un mes, el
calendario marcará la fecha de la fiesta de esta comunidad incolora; en poco
más de dos, las urnas se abrirán para certificar la continuidad de su gobierno
inodoro e insípido. Castilla y León, que así se llama esta cosa, es un mal
agregado de provincias que se miran de reojo, nueve fracciones que nunca
creyeron –ni quisieron- formar parte un todo. Solo les une el aire, un aire que
huele a añoranza de tiempos amortajados en los libros de historia, a viejas
melancolías producidas por las ensoñaciones de un futuro que nunca fue. Unas
tierras que, pese a ser estas que pisamos, resultan lejanas, inexistentes,
incluso para las aspiraciones o las quejas. Cuando uno escucha Castilla y León
desenchufa directamente las neuronas y espera que la conversación escampe.
Existe la provincia porque uno es de allí y existe España porque todos somos
parte. Hasta los cabreos eluden a la comunidad. Pueden estar en entredicho los
alcaldes antipáticos o los que parecen menos honrados; a los miembros del
gobierno central no les dejan de pitar los oídos por la cantidad de veces que
se mientan a sus madres, pero entre ambas aguas, nada.