lunes, 13 de enero de 2003

OLOR A NAFTALINA

Hay armarios con cajones furtivos, tan recónditos que sólo se abren si quienes han permanecido ocultos en ellos golpean sus tablas de inquisición hasta que, deshechas, les permitan asomarse libres de miedos. Armarios como ventanas que, al abrirse de par en par, orean un aire rancio de sacristía, avientan el putrefacto olor a cirio impuesto por cada dormitorio que se tiene por alcoba de bien. De otros armarios quienes salen no deparan ningún desconcierto, son armarios que han permanecido perennemente abiertos, su contenido se ha ofrecido diáfano al albur de cualquier mirada y, sin embargo, desprenden olor a naftalina. Armarios como botellas de zotal que, cuando se destapan, esparcen su líquido nauseabundo en barracones, emanando efluvios fétidos entre los hacinados para proteger de piojos la cabeza del general. 
De uno de estos armarios ha emergido Ana Botella, arrastra tras de sí el olor que desprendieron sus palabras cuando justificaban delitos como el del ex-alcalde de Ponferrada, acusado y condenado por acoso sexual, cuando estigmatizaban a las parejas homosexuales o relacionaban emigración y delincuencia aparcando la realidad marginal de muchos de los que aquí llegan.
Se postula hoy como concejala de bienestar social quien ayer dijo: “hoy una mujer llega a casa y le dice a su marido, cariño he comprado un coche”. No aclaró si todos los días. Está tan lejos de la realidad que por mucho que pretenda acercarse tardaría años en sentirla.
Eso sí, no empeora lo que hay.