Hay armarios con cajones furtivos, tan
recónditos que sólo se abren si quienes han permanecido ocultos en ellos
golpean sus tablas de inquisición hasta que, deshechas, les permitan asomarse
libres de miedos. Armarios como ventanas que, al abrirse de par en par, orean
un aire rancio de sacristía, avientan el putrefacto olor a cirio impuesto por
cada dormitorio que se tiene por alcoba de bien. De otros armarios quienes
salen no deparan ningún desconcierto, son armarios que han permanecido
perennemente abiertos, su contenido se ha ofrecido diáfano al albur de
cualquier mirada y, sin embargo, desprenden olor a naftalina. Armarios como
botellas de zotal que, cuando se destapan, esparcen su líquido nauseabundo en
barracones, emanando efluvios fétidos entre los hacinados para proteger de
piojos la cabeza del general.
De uno de estos armarios ha emergido
Ana Botella, arrastra tras de sí el olor que desprendieron sus palabras cuando
justificaban delitos como el del ex-alcalde de Ponferrada, acusado y condenado
por acoso sexual, cuando estigmatizaban a las parejas homosexuales o
relacionaban emigración y delincuencia aparcando la realidad marginal de muchos
de los que aquí llegan.
Se postula hoy como concejala de
bienestar social quien ayer dijo: “hoy una mujer llega a casa y le dice a su
marido, cariño he comprado un coche”. No aclaró si todos los días. Está tan
lejos de la realidad que por mucho que pretenda acercarse tardaría años en
sentirla.
Eso sí, no empeora lo que hay.