sábado, 14 de enero de 2017

PINGÜINOS EN CÁDIZ

Los gaditanos exhiben con orgullo el título virtual de ser la ciudad más antigua de occidente. Presumen de existir desde el siglo XII o XIII A.C., que ya ha llovido. Por indicar una referencia temporal o porque los números dicen poco cuando hablamos de tan atrás, la costumbre sitúa ese momento del nacimiento de la urbe gaditana tomando en relación a otro hecho que tiene más de leyenda que de realidad: la guerra de Troya. Esta visión mítica otorga a Cádiz solo ochenta años menos que los sucesos que siglos después Homero relató en la Ilíada y la Odisea. En realidad,  nada existe que atestigüe dicha antigüedad. Las primeras alusiones documentales sobre la existencia de un núcleo urbano  nos remiten ya al siglo XI A.C., aunque los arqueólogos, por más que han picado, no han sido capaces de encontrar vestigios que nos retrotraigan más allá del VIII A.C. Lo cierto es que ese espacio tan estrecho como privilegiado, ese mirador de tres continentes, esa puerta al Mediterráneo,  ha albergado a diferentes civilizaciones, ha visto llegar unos y partir a otros de forma sucesiva. Cada uno de esos pueblos celebraría las cosas a su manera y de todos ellos algo habría de quedar. Sumando tradiciones festivas se fue consolidando un acervo que sirvió para cocer el caldo al que posteriormente se habría de incorporar la carne propia de los días previos a la celebración cristiana de la Cuaresma. Con todo ello, el guiso de los Carnavales estaba servido ya desde el siglo XVI. Y los gaditanos, hijos de mil madres, lo hicieron a su manera: riéndose de sí mismos. Podrá haber Carnavales más antiguos, los de Venecia; con más prestigio, no sé, los de Río de Janeiro; pero no creo que ninguno acentúe tanto el carácter irónico, mordaz y crítico con el poder como los gaditanos. Seguramente sean también los más largos, que era septiembre cuando –intentando conocer aquello con mi bici pasé por la vecina Barbate, o puede que fuera Zahara­– vi unas sillas dispuestas frente a un escenario. Pregunté, ingenuo de mí, mi interlocutor me miró como si fuera de otro planeta y me dijo que era para una actuación de las comparsas del Carnaval. En septiembre, ya digo. Aquí, en la estepa castellana, somos más secos, más de Cuaresma que de Carnaval, pero también tenemos lo nuestro: alardeamos de frío y, precisamente, cuando más hace, nos llegan oleadas de moteros que con una guasa más propia del sur se autodenominan ‘Pingüinos’.