Habrá no menos de un centenar de películas malas del oeste,
de esas indistinguibles unas de otras que, en horario de sobremesa, compiten
con los documentales de animalitos y tierras salvajes de la 2 por ser los
elegidos para propiciar la modorra, para facilitar la cabezadita, que comienzan
presentando a los integrantes de la banda, mayormente de forajidos, que se
forma para desarrollar lo que ha de ser la trama de la historia. En esa
exposición inicial van desfilando el experto en explosivos, el tirador diestro,
el avezado jinete, un cartógrafo o alguien que conoce el terreno en que se
habrá de desarrollar la operación… Cada uno de ellos entra en acción en un
momento concreto de la película, asume protagonismo con el advenimiento del
tiempo en que se ha llegado a su parcela de responsabilidad y, una vez
rematada, entrega el testigo al siguiente.
El último en participar -un personaje gris, silencioso, carente de gracia, incapaz de llamar la atención; un tipo de cuya presencia ni nos habíamos percatado hasta que entran en la oficina del banco o en el vagón del tren que pretenden asaltar- es el cerrajero, el encargado de abrir la caja fuerte en la que se acumula el objeto del deseo de la camarilla, el leitmotiv que los aglutinó: los resplandecientes billetes que suman miles de dólares.