En aquellos tiempos,
el pollo se comía los domingos y nunca se tiraba nada. Además, cuando se
compraba, se compraba todo el pollo, sin poder elegir la parte que más nos
gustaba descartando el resto; vamos, que no se podía comprar solo pechugas. Por
aquel entonces, nuestras madres, sobre todo nuestras madres, nos mentían con
tal convicción que solo acertamos a descubrir la trola años más tarde. Llegado
el momento de servir las diferentes tajadas del ave, ellas, siempre ellas,
repartían tratando de complacer los deseos de cada comensal. Cuando todos
estábamos servidos y tocaba su turno, llenaban su plato con lo que había
sobrado -cuello, patas, alas...- y, justo en ese momento, decían: «me habéis
dejado lo más rico». A nosotros nos sorprendía ese gusto estrafalario, pero si
ella lo decía así había de ser. Al fin y al cabo ¿quién va a dudar de la
palabra de una madre? Llegaron otros tiempos, no me atreveré a decir que
mejores, en los que la elección de tajadas se hacía ya en el supermercado, en
los que llegamos a creer que los pollos estaban formados por muslos y pechugas.
Hace algunos años, en pleno esplendor de la era Guardiola en el Barça, un
jugador del Alavés -no recuerdo quién- dijo que el fútbol de los azulgranas
estaba haciendo mucho daño al fútbol modesto, que cualquier aficionado iba a
los campos de Segunda B o de Tercera -mal educado por lo que había visto a
través de la tele- pensando que aquella manera de jugar era tan fácil como
parecía y, por tanto, se enfadaba con sus equipos si no intentaban hacerlo de
la misma manera. A tenor de los silbidos que se escuchaban en el campo,
afirmaba aquel modesto jugador, daba la sensación de que los centrales estaban
obligados a sacar siempre el balón jugado, de que dar un patadón era, poco
menos, que un pecado mortal. El diagnóstico es de lo más certero incluso para
los que escribimos. Deberíamos tener un poco más de mesura, pero el virus nos
ha infectado y tras comer la pechuga televisiva de un control perfectamente
ejecutado, el muslo de una jugada con varios pases al primer toque que acaba en
ocasión de gol, nos resultan duros los cuellos, patas y alas propias de la
Segunda División y, sin demora, cuestionamos el juego de nuestro equipo por no
alcanzar ese mismo sabor o ser más áspero al contacto con el paladar. Así,
valoramos poco que vayamos matando el hambre punto a punto y que, pechuga o
cuello, nadie tenga más puntos que el Valladolid. Ayer volvió a ocurrir, lo que
pudimos ver -que no fue mucho, ya saben, somos de segunda y la tele quiere
manjares- no descubrió nada que no hubiésemos visto en los partidos anteriores:
El juego de los pucelanos no enamora, el bloque se muestra vulnerable, pero los
partidos van llenando el buche aunque sea con un puntito. Por si fuera poco,
Bergdich, la tajada de este pollo que más nos desespera cuando juega de
extremo, anotó el único gol vallisoletano. Y no sabes qué decir. A primera
vista, su juego entre anárquico y barroco es un eslabón perdido que
desconcierta a los propios, pero, quizá, por lo mismo, su caos desorganiza a los
rivales. Quizá pedimos demasiado. Tal vez haya carne suficiente por más hueso
que haya que roer.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 29-09-2014