Arsenia y Amalio pudieron haber muerto allá por el año 25 del siglo
pasado, cuando nacer y seguir vivo era arte de funámbulos, pero sobrevivieron.
Hasta el otro día. Quizá mucho antes habían dejado de existir y la fuerza que
arrastraba sus pies no era sino el reflujo del último estertor. Pero de su
muerte física nada supe hasta antes de ayer. Podrían haber muerto en esa guerra
traidora en la que jugaban a esquivar obuses o en esos exangües años
posteriores de estómago vacío, a todo ello resistieron. Por un miserable chusco
llenaron de llagas sus manos y así, año tras año, hasta que la maquinaria les
echó de las prosperas fincas del señorito. En la capital, con tantos como
ellos, encontraron cobijo bajo una chapa, entre cuatro tablones. Sólo varios años
después, incontables horas de trabajo después, compraron una casa digna de tal
nombre. En ella criaron a sus cinco hijos, en ella invocaban a esos axiomas de
la unidad familiar. Pero a su alrededor las viejas estructuras se derrumbaban
antes de construir las nuevas. Dos días atrás aparecieron muertos en su vieja
casa, seis días llevaban sin que nadie les hubiese echado de menos; mas su
muerte se produjo mucho antes, cuando se despeñó la única institución en que
los humildes podían creer: los que tenían cerca.