Todos huían buscando refugio pero él,
Totó, seguía tumbado en el embarcadero dejando que la lluvia empapase su cuerpo
adolescente. En su cabeza pesaba tanto el vacío de un largo verano sin ver a su
amada como el miedo a que una vez llegado el otoño ella no hubiera regresado.
Totó había cerrado los ojos pretendiendo que el recuerdo cubriese la ausencia
hasta que sobre sus labios sintió los de Elena. «No sabes lo que he tenido que
inventar para venir a verte, mañana, a las cinco iré al cine para despedirme».
No volvió y ese hueco fue la presencia
más imperecedera de una mujer durante el resto de su vida. Salvatore siguió el
consejo de su maestro Alfredo, quien le vino a decir que huyera de Sicilia, que
no volviera nunca, ni siquiera la vista atrás porque el regreso pasado poco
tiempo es un engaño, hace pensar que las cosas han cambiado pero si la vuelta
tras décadas confirma que esa tierra maldita nunca cambia. No regresó hasta
que, treinta años después, falleció el tutor. Ese retorno se convirtió en una
búsqueda de su pasado, cada paso por el pueblo natal arrojaba tierra sobre el
amor inconcluso. Elena ya no estaba, nadie supo explicar qué fue de ella. Desde
el avión en el que volvió a Roma pudo ver, entendimos todos que por última vez,
su isla perdiéndose en la lejanía. En Roma seguiría su triunfante carrera y su
vida vacía.