La imagino sentada en su sillón relamiéndose
mientras escucha el informativo. Ella, Margaret Thatcher, contempla cómo se culmina
su obra. Ella, la hierática Dama de Hierro, se permite una medio sonrisa
cómplice consigo misma, ahora es consciente de que ha ganado. No hace mucho que
recibió una aparente mala noticia: John Major, su legítimo hijo político, había
sido derrotado en las elecciones por el laborista Tony Blair. Pasado un tiempo
pudo comprobar que, más allá de las proclamas, más allá de las medidas, su
gobierno había sido de calado. Buena parte de las políticas más salvajes de
privatización y recortes, las que quizá ni ella misma se hubiera atrevido a
realizar, se fueron llevando a cabo con mucha menos resistencia social de la
que tuvo que vencer en 1984. Ahora, tres lustros después, Tony Blair seguía sus
pasos haciendo creer que representaba lo contrario. ¿Qué mejor triunfo? Sus rivales ejecutaban su política. Del viejo
laborismo no quedaban ni los restos. La señora Thatcher dejó dicho, para los
que le quisieran oír, que ese jovenzuelo era el síntoma de su mayor victoria.
Al fin y al cabo, esa tercera vía solo era una vía muerta, un recoveco
dialéctico para llegar a ninguna parte.
Al fin y al cabo, los laboristas,
bajo ese paraguas de que son los míos los que gobiernan, fueron dejando hacer;
bajo la amenaza de que fueran los otros los que se impusieran en posteriores
comicios, asumieron la impostura como mal menor.