martes, 9 de agosto de 2005

PALABRAS ENCADENADAS

Cuando niños, dispuestos en corro, jugábamos a las palabras encadenadas, la última sílaba de cada palabra se convertía en la dársena desde la que arrancaba la siguiente y así al vocablo pena sucedía nabo y a nabo, borrasca. El que erraba era eliminado hasta que sólo uno quedase. Uno, un día, rema, remando, como continuación a fresco o quizá a loco dijo coñac y el siguiente calló. Por las miradas comprendimos que nadie tenía respuesta, que coñac era un portalón que solo podríamos abrir con nuestro viejo diccionario Rancés, fuimos a casa pero nones. No encontramos la maldita palabra que cerrase coñac y abriese de nuevo el mundo de las sílabas.

Ayer los mismos amigos, en el corro de una mesa recreamos esa sensación. El tiempo pasa, mas el juego permanece, eso sí, con algún pequeño cambio: las palabras ya no se encadenan por sílabas sino por la economía y el miedo. Así Elche se relaciona con El Ejido y entremedias las palabras emigración y extranjero; de astillero, por medio deslocalización y competencia, se arría en remolacha y de esta en precio y gasoil consecutivamente. Donde antes coñac, ahora globalización y vuelta a empezar.

Globalización es la palabra que antecede al silencio, es el oscuro callejón al que inexorablemente nos vemos abocados. Es la excusa justiciera, la daga en el cuello, pero encierra una trampa: si bien es inevitable -y deseable- el acorte de la distancia y la relación entre lo que sucede en los distintos puntos del planeta no lo es que los procesos y sus efectos tengan que ser los que son. Entre ellos el que más sonrojo produce, el chorreo de vidas segadas por el hambre o por enfermedades fácilmente curables. El llanto carente de esperanza ante la necesidad absoluta.

Lula da Silva, presidente de Brasil, intenta embaucar en una campaña contra el hambre a diversos gobernantes del mundo rebosante, pretende llenar su agenda de deseo de justicia y agruparlos en su causa. Plausible misión pero escasa respuesta, todo lo más acrecentar las ayudas. Ojalá me equivoque pero la  infección que nos azota tiene mala pinta y no es con pocas dosis de paños calientes con lo que sanará. Lula, desde una izquierda no burguesa, desde el conocimiento y la empatía con los más desfavorecidos, alejándose del paternalismo, se ha embarcado en una labor titánica. El órdago está sobre la mesa, veremos qué palabras le suceden. Entretanto buscaré una para encadenar a ilusión.


NUESTRAS CABEZAS SON DIANAS

Si hay una profesión que ha mejorado sustancialmente la seguridad en el trabajo ésta es la milicia. Eso sí, como contrapartida, la merma de sus riesgos laborales ha multiplicado el de todos los demás. La epidermis del planeta es un pentagrama en el que los humanos nos disponemos componiendo música de réquiem. El insondable silencio de los muertos colaterales clama contra su desdicha, chorros de sangre vertidos por los intereses de unos o el fanatismo de otros. El clásico pacifista “imagina que hay una guerra y nadie va” ha envejecido de súbito, ahora es la guerra – sus secuelas de rabia y muerte- la que se encamina hacia los que no la queremos. La rebelión contra esta lógica depredadora exige restaurar el grito, si hay una guerra vamos todos, pero a pararla. El clamor contra la guerra, contra las guerras, contra los parásitos de las guerras, debe abolirlas como instrumento. El silencio de los vivos aturde la quietud de los muertos y dulcifica la labor de los que nutren su poder y sus cuentas con sangre, mañana puede ser la tuya.

En esta espiral de terror nos sacuden noticias que escapan de cualquier lógica: niños rehenes en una escuela, asalto a la escuela a la voz “que sepan quien manda”. Centenares de muertos por estar allí. Más ataques a la razón de los acomodados, dos periodistas franceses secuestrados cuando Francia se opuso a la invasión de Irak, la misma suerte acarrean dos mujeres italianas y dos hombres iraquíes cuya labor en una ONG no era más que la denuncia de una sangría y la ayuda a los anónimos colaterales.

Si las reglas que adornan nuestro pensamiento no nos valen usemos otras. Nuestras vidas no valen más que los peones en una partida de ajedrez. No tienen valor para los que nos atacan ni para los que dicen defendernos, como ha sido desde la noche de los tiempos, la realidad es así de tozuda.

Los que derribaron las torres gemelas, ejerciendo de verdugos pretendían -y consiguieron- una respuesta brutal para arrogarse con nitidez el papel de representantes de las inexorables víctimas posteriores. Los estados ejecutores de las masacres posteriores urgían de un enemigo para reforzar su maquinaria militar y no desaprovecharon la ocasión. Sus alardes de falso humanitarismo no empañan a nuestros ojos sus mentiras. 


En este ir y venir de la muerte lanzada al azar nos encontramos inermes, al verlas venir. Las manifestaciones contra la guerra deben extender sus pretensiones, se trata de nuestra vida que, de momento, está en manos de otros y eso es la antítesis de la libertad, de la vida.