Foto "El Norte" |
Aunque cueste creerlo, hubo un tiempo en que la comunicación
oral fue toda así, de boca a oreja. La escrita podía alcanzar mayor distancia,
pero, por contra, tardaba mucho más y se corría el riesgo de que no llegara a
su destino. ¿Cuántos amores se habrán dejado de consumar por una desalmada nota
que desapareció en algún punto del camino sin que el destinatario tuviera
siquiera consciencia de que fue escrita?
Era la escrita, además, una comunicación menos habitual,
como de día de fiesta. La espontánea, la natural, la de cada jornada laborable,
se efectúa hablando. Los juegos de la calle, por ejemplo, casi nunca admitían
otro lenguaje. Así aprendimos a hablar bajito si queríamos que nos oyese solo
el amigo de al lado; un poco más alto, para que se diera por aludida toda la
pandilla y a voces cuando uno o varios estaban al otro lado de la plaza. En
este último caso, con las dos manos formando una O mayúscula alrededor de la
boca, improvisábamos una corneta que hacía que nuestras palabras llegaran sin
pérdida al otro lado de la calle. Nunca supimos, ni nos planteábamos, si de
verdad ese gesto tenía algún sentido. De hecho los alguaciles o los
sacristanes, las personas encomendadas para pregonar, no se valían de dicha
artimaña. Ellos, sin más recurso que sus cuerdas vocales, tal como Manuel
Alexandre en ‘Amanece que no es poco’, conseguían que todos los de la plaza escuchásemos
que “de orden del señor cura se hace saber que Dios es uno y trino”, quisiera
decir esto lo que quisiera decir.