Una mañana de un jueves cualquiera de hace, año arriba, año abajo, un par
de milenios, un joven barbilampiño discutía con su padre en la ebanistería que ambos
regentaban. Les acababa de llegar un
pedido con el que, una vez hubiere sido entregado, solventarían, al menos
durante un tiempo, las habituales incertidumbres económicas. Además, consciente
el padre de su pericia, estaba convencido de que su labor satisfaría al cliente
con lo que, si aceptaban ahora, no les faltaría trabajo en el futuro. El joven,
por el contrario, no lo tenía nada claro.
- - Padre, sabe usted que siempre he acatado sus
decisiones, pero en este caso tengo que contradecirle. No podemos aceptar ese
trabajo, hacerlo sería ir en contra de nuestra gente.
- - Ya sé que los romanos sojuzgan a los nuestros. ¿Cómo
no lo voy a saber? No me hace falta recordar más que cómo fue tu nacimiento. Tu madre estaba arrecida de frío en aquel establo. ¿Tienes idea del miedo que
pasamos? Pero, hijo, bien conoces nuestra situación, con las cuatro mesas y
media docena de sillas que nos encargan, apenas nos da para vivir. No podemos
decir que no.