Andan las cabezas visibles de las
distintas organizaciones políticas enseñoreándose en el Parlamento mientras
hacen cuentas con los dedos tratando de sumar 176. El problema tiene, sin
embargo, una solución endiablada: todo lo que sume por un lado sirve para
restar por el opuesto. Y así, dado que no hay manera de llegar, en esta pelea
de gallitos se utiliza el estrado para atizar al oponente o marcar paquete ante
los propios. Lo curioso, sin embargo, es que para encontrar una solución que sirva
para hallar la salida de este laberinto será inevitable encontrar puntos de
acuerdo entre los que hoy se atizan. O sea, que las agresiones verbales se
utilizan como forma de chantaje, de aviso de lo que te espera si te vas con el
otro. Existe otra salida, la convocatoria de nuevas elecciones, pero mucho me
temo que, de llevarse a efecto, no sería más que un volver a la casilla de
inicio. Todo parte de una disfunción muy española: una legislación electoral
que marca a los territorios provinciales como circunscripciones. Con ella los padres de la Constitución y sus primeros hijos, quisieron
garantizar que, a medio plazo, solo hubiera espacio para dos fuerzas políticas.
De esta manera, unas fuerzas necesitan 500.000 votos para conseguir lo que a
otras les cuesta diez veces menos. Pero, además, ha servido para generar en la
sociedad una cultura política: si no hay más que dos, el que gana lo hace con
mayoría absoluta o casi. Apenas cabe el acuerdo, el pacto. Cada cual, por
tanto, es de los suyos y entiende un acuerdo, que siempre conlleva cesiones,
como una bajada de pantalones.