Casi cuarenta años después de su muerte, Hanna Arendt resucitó en forma
de película por obra y gracia de Margarethe von Trotta. En octubre visitó Valladolid y fue
obsequiada por la SEMINCI con una Espiga de Plata. Pero, en realidad, la filósofa alemana vuelve cada día desde
que, en 1961, asistiera al juicio a Adolf Eichmann. Este, un oficial de las SS
de la Alemania nazi, estaba en el banquillo acusado de crímenes contra el
pueblo judío. Dos años después, Arendt publicó un libro titulado ‘Eichmann en
Jerusalen’ en el que describía a su protagonista como una persona de tantas, un
ser que, sin ser intrínsecamente perverso, obró con quirúrgica frialdad para
escalar dentro de la sociedad en la que se encontraba. La carrera del reo, y su
defensa, por tanto, se resumió en una frase: ‘Hacía lo que tenía que hacer,
solo cumplía órdenes’. Esa asepsia es la que la autora definió como
banalización del mal.