jueves, 12 de mayo de 2011

Las cosas de mi hijo

Suelo hacer la compra sin guión. Pasillo arriba, pasillo abajo, voy haciendo acopio de viandas y pertrechos guiado, únicamente, por el vago recuerdo de lo que falta en los estantes de mi alacena. Como no voy a tiro fijo hago innumerables escalas, miro, por ejemplo, las galletas, cierro los ojos y trato de abrir mentalmente la puerta correspondiente para ver si aún quedan o hacen falta. En caso de duda se meten en el carro. Mejor dos cajas que desayunar, sin más, leche bebida.
Uno de esos días de supermercado me acompañaba mi hijo. Estaba en ese momento en que los niños empiezan a encontrar sentido a las letras. Aprovechó una de mis paradas, tomo una lata de un refresco, lo miró y me preguntó: ¿que significa light? Que no tiene azúcar, le contesté. Continuó leyendo. Sin-ca-fe-í-na. Levantó la cabeza, la giró buscándome con su mirada y me dijo: papá aquí pone lo que no tiene, pero ¿que tiene?
El rival que ayer se enfrentó al Valladolid era como aquel refresco de zarzaparrilla. Dio la impresión de que, a estas alturas, le falta el azúcar de las aspiraciones y la cafeína del miedo y, en estas condiciones, los equipos de fútbol son toros afeitados. Menos mal, por el bien del Real Valladolid y por el de la propia competición, que alguien tuvo una idea brillante, dejar que una plaza de ascenso se disputase por medio de una promoción. De no ser por ella, llevaríamos tres meses asistiendo al campo por asistir y viendo a equipos jugando por jugar. Una especie de juego de rol en el que cada cual se representaría a sí mismo sin más aspiración que la de esperar el fin de curso.
Tan inane era el partido que hasta el árbitro se contagió de esa desidia y, viendo que el partido era una representación, decidió mirar hacia otro lado en más de una ocasión con la aquiescencia de los contendientes. Podría haber expulsado a Pedro López por frenar a Camille cuando se aprestaba a encarar a Javi Jiménez pero ¿para qué? Mejor dejarlo estar.
Con la anuencia del Córdoba, el Valladolid pudo realizar, por instantes, un fútbol de salón que nos deleitó. El único pero, con estrambote, fue la lesión de Barragán. Como el chico tenía cuatro amarillas acumuladas, aprovechó para forzar la quinta y así, mientras se recupera, cumple el partido de sanción. Lo mejor fue ver al chaval ir a dar explicaciones al colegiado. Venía a mi cabeza otra anécdota de mi hijo. Intentaba aprenderse los océanos porque se los iban a preguntar en un examen. Los recitaba pero le faltaba uno. Volvía a empezar, los enumeraba de nuevo y le seguían saliendo cuatro. Así estuvo toda la tarde, nunca decía todos y cada vez le faltaba uno distinto. Cuando fue a dormir me dijo: no te preocupes, mañana les pongo todos. Cuando llegó a casa me contó que había puesto todos. Cuando le pregunté que si estaba seguro, me enseñó un papel con los cinco océanos anotados. Había sacado una chuleta. Cuando le comenté que ese no era el camino y que, de pillarle la profesora, le habría suspendido, sonrió y me dijo, «tranquilo, a ella también se lo he dicho». Barragán encogió los hombros y pareció decir al colegiado, «perdóneme, ya sé que esta mal, pero tenía que hacerlo».

Publicado en "El Norte de Castilla" el 12-5-2011