Existen personas cuya biografía es un predestino desde el momento en que
sus padres les marcan con un nombre. Es el caso del secretario de defensa
estadounidense, el señor Rumsfeld, Donald. Una vida dedicada a honrar a su homónimo:
Donald, Pato. Ese polichinela metepatas –nunca mejor dicho-, de verbo
ininteligible y que no pierde ocasión de pisar un charco con tal de salpicar.
Ambos cuentan con la ventaja de saberse inmunes ya que sus respectivos
guionistas conspiran para que los acontecimientos discurran acorde sus
intereses; trazan una maniquea semblanza de los figurantes de la historieta:
una horda de islamocomumunistas malos con petróleo que sueñan con apropiarse de
todo y, para salvar al mundo –a pesar del mundo-, unos patitos buenos a los que
dotan del potencial que ceden las viñetas a sus
héroes con objeto de cerrar, invariablemente victoriosos, cada aventura
para mayor gloria de las arcas del Tío Gilito.
En su última correría intenta recabar el
apoyo de Europa y al no conseguirlo, desairado, la desprecia “Vieja Europa”.
Insulto que aquí recibimos con halago, la joven Europa fue un manantial de caudalosos ríos de
muerte, un desgarro rojo, un campo de batalla de guerras sin fin que gestaron
imperios a costa de la vida de millones de hombres. Hemos aprendido que los
golpes inocuos del cómic se reparan en la viñeta siguiente pero la sangre
derramada no vuelve a corretear por vena alguna.