Los cuentos relatan una pequeña
parte de la historia, la que, de tan dulce, resulta empalagosa. Pero nunca se
esmeran en narrar los hechos que acontecieron antes o en detallar lo que, tiempo
después, los protagonistas se encontraron en las tripas de esas perdices que comían
aparentemente felices. Alguno de estos cuentos sí recrea momentos de tensión,
instantes en los que la vida y la muerte se daban la mano, pero siempre eran
burlados gracias a la pericia de esos héroes principescos, a los dones de hadas
imaginarias o al puro azar. Callaban, sin embargo, las escenas que no se podían
escribir en papel cuché sino en simples folios. Estas eran arrojadas al fuego y
así, entre llamas de silencio, moría la parte más sucia de la historia. A veces
incluso alguna de esas secuencias fue capaz de evitar el fuego, pero nos
negamos a creerlas. Pensábamos que eran infundios destinados a arañar la piel
sensible de esos seres casi mitológicos y que su prestancia, adquirida tras
siglos decorando un árbol genealógico, era incompatible con el error. Pero no,
el error es intrínseco a la genealogía de esos árboles tan farrucos que creen
que les debemos la sombra, tan altaneros que no se dan cuenta de que su madera
se pudre más deprisa que la del resto, de que la corteza que les adorna podrá
ser más aromática, pero envuelve a la nada. Nos hemos caído del guindo, la
mitología muere cuando el hambre aprieta.