Dijo que libraría al pueblo de
las ratas a cambio de un pequeño botín y los aldeanos, hartos, pero sin saber
qué hacer para acabar con la plaga, aceptaron la propuesta. El flautista, del
que bien poco sabían en el pueblo, hizo sonar su instrumento con tal
virtuosismo que consiguió que las ratas le siguieran y acabaran ahogadas en el
río. Imagino que su flauta emitiría unos sonidos tan bellos como para embelesar
hasta los seres más abyectos pero que, en cambio, la melodía no podía estar
acompañada de letra alguna, es imposible, ya sabemos, soplar y sorber todo a la
vez. Los patrones del pueblo resolvieron no pagar lo acordado y nuestro
flautista decidió vengarse. Estando los mayores en alguna de sus misas, el
músico tomó de nuevo la flauta y de esta brotaron hermosos acordes que
obnubilaron los sentidos de los incautos niños. Le siguieron hasta una covacha
donde les encerró. Según unos, algún niño rezagado alertó a los adultos; según
otros, el flautista consiguió su propósito ya que los aldeanos pagaron la
recompensa y más en concepto de rescate. Cuentan también que, siempre que hay
tajada nunca falta quien se apunte, algún lugareño colaboró en la urdimbre del
plan.