La asociación de estos datos, dejados caer así, por su
peso, puede resultar estremecedora pero son solo dos datos puestos a la misma
altura. Dato uno: El número de personas desempleadas en Alemania el año de la
víspera del ascenso al poder de Adolf Hitler rozaba los 5.6 millones. Hay que
añadir que la población total sobrepasaba los 67 millones. La vieja noche de la
Belle Epoque era un vago recuerdo, la gran depresión hundía las economías de
los países occidentales y el motor de Europa, sin haberse rehecho de la
puñalada que supuso la derrota en la I Guerra Mundial, gripaba. El resto de la
historia, más o menos, ya la conocemos. Dato dos: El número de parados
registrados este pasado octubre en esta España de 47 millones de habitantes, supera los 5.9 millones. Otra crisis internacional, cebada en lo local con
argumentos propios, castiga con crudeza al corazón de la Península Ibérica.
Unan los dos números y empiecen a temer. Lo sorprendente, sin embargo, es que
si un amnésico o un extranjero desinformado pasease por cualquiera de nuestras
calles no sería consciente de los dramas que se esconden entre las paredes. Los
analistas foráneos lo flipan, ¿cómo es posible, se preguntan, que estando las
cosas como están tanta gente continúe sin moverse? Lo cierto es que si uno pone
la oreja al tanto, igual da en un bar o que en la puerta de un colegio, en la
sala de espera de un ambulatorio o en cualquier tertulia improvisada alrededor
de un banco en el parque, escucha siempre la misma coletilla: algo hay que
hacer. Pero ese algo no se hace porque nadie sabe lo que es.