La verdad no existe, de existir sería mutable y
polifónica, si fuera eterna sería inaccesible para nuestra humilde razón.
Aunque la mentira exista, la verdad no y su vacío ha de ser ocupado por algo,
una paraverdad escolástica en cuya base la teología prima sobre la filosofía.
Los dueños de Dios son los amos de la verdad creída. Un dios domesticador que
soporte, y nos permita soportar, nuestras propias contradicciones; todo es
parte de un proceso velado para los ojos humanos y, como tal, resignados, lo
damos por bueno. La verdad como poder no es, por tanto, un proceso reciente.
Falso o cierto, verdad es lo que admitimos como verdad. Éste es el axioma que
provee sentido a la publicidad. Una musiquilla machacona, un lema reiterado,
una marca -insustanciales en sí- aprecian el valor de un objeto frente a otro
que es el mismo sin alharacas. La verdad que grita en cada villancico nuestra
bondad navideña enriquece al comerciante, la verdad que mana ilusión genera una
especie de ludopatía transitoria colectiva que nos lleva a llenar el bolso de
décimos de lotería. El que puede dictar la verdad nos esclaviza, su dinero
compra las voluntades hechas palabras de los que escriben convirtiendo sus
opiniones en música cautivadora de flautista de Hamelin. Lo sabe Bush, el que
compra y el Gran Wyoming que no tiene
precio.