Quizá no lo
recordemos, pero a última hora del día aquel en que descubrimos que los reyes
eran los padres, nos sentimos estupendamente. Antes, un rato antes, pudimos
haber gimoteado un poco pensando que, una vez descubierto el truco, nos
quedaríamos sin los regalos. Sin embargo, pasada la llantina inicial nos
rehicimos, respiramos profundamente tres o cuatro veces, elevamos el pecho y
miramos por encima del hombro a todos esos pobres niños que todavía eran niños,
que aún se dejaban engañar con ese pueril embuste sin sentido. Nosotros ya caminábamos
en otra dimensión, éramos otra cosa, conocíamos la verdad, compartíamos el
secreto y formábamos parte de los conjurados en su custodia: éramos, por fin,
mayores.
Hasta hace cuatro
años las selecciones española y holandesa creían en los reyes magos. Bueno, lo
suyo era peor, allí, en vez de creer algo tan lógico como que tres abueletes viajasen
a lomos de un camello desde las ignotas tierras de oriente hasta sus casas,
piensan que es San Nicolás, que ni es mago ni nada, el que viaja a sus casas
para llenar de regalos sus zapatos. Un santo, pobres incautos, que para más
inri viaja en barco desde su residencia habitual en España. Algo inconcebible,
porque aquí santos viven pocos y el milagro es llegar a fin de mes. Vieron a un
anciano afable sobre la cubierta de un barco y han montado la leyenda, pero el
abuelo no era San Nicolás, sino Chanquete.