Bien pudo haber sido así. Juan Ignacio Martínez, ese
entrenador que viste como lo haría cualquier señor castellano para ir a
misa, se quedó plácidamente dormido en el sofá. En su cara se podían
leer todas las letras de la palabra felicidad. De súbito abrió los ojos
–apenas le costó un instante reubicarse en su nueva condición de
despierto– se levantó, caminó hacia su despacho, allí se sentó, tomó un
bolígrafo y, en el primer folio en blanco que encontró sobre la mesa,
escribió unas notas que concluían con un ‘ganamos al Barça’. Volvió a
sonreír recreándose de nuevo en la escena con la que había soñado
momentos atrás. Estaba, como cualquier padre, a los pies de la cama de
su criatura leyéndole un cuento.
Un mozuelo pasaba la tarde en su taller, dado que no era mucho el
trabajo que le encargaban, pasaba buena parte del tiempo en su inopia
particular. Unas moscas, pesadas de oficio, no le dejaban de incordiar.
El chico cogió un trozo de paño y, de un golpe seco, mató a siete de
ellas. Satisfecho, quiso inmortalizar la hazaña con una leyenda estampada
en una de sus camisas: Maté a siete de golpe. Se la puso y salió a
pasear por la ciudad. Entre sus vecinos se acrecentó el rumor de que el
lema hacía referencia a siete soldados que nuestro protagonista habría
abatido de golpe. Su fama llegó hasta el rey que, impresionado por el valor
del chiquillo, le encomendó enfrentarse a dos gigantes que atemorizaban
a los habitantes de su palacio. El reto era de órdago pero el joven no
podía volverse atrás, a riesgo de hundir su reputación, y aceptó la
encomienda.