Tras el entierro de mi abuela Jacinta fuimos a su casa del pueblo. La
tarde anterior, como todas, había terminado las faenas del piso de Madrid donde
vivía con sus hijas. Cuando estas llegaron, mi abuela, 93 años, dijo que se
sentía un poco mareada. Se sentó en el sofá y expiró. Ahora, las lágrimas
asaltaban los rostros. Algunos se sentaron disponiendo la cara entre las manos,
otros deambulaban de la cocina al salón, del salón a la cocina. Me levanté, me
acerqué a la camilla y sobre ella coloqué un bolígrafo y un papel. Firmad aquí
-dije- quienes queráis una vida y una muerte como la de la abuela. Una vida
larga, con sinsabores como no puede ser de otra forma si es vida -y más si es
larga- pero plena, un legado que recordaremos. Una muerte dulce, por sorpresa,
en pleno uso de sus facultades físicas y mentales; una muerte venida en un
momento en el que, aun pudiendo haber sido un poco más tarde, no se le puede
decir temprana. Irguieron la cabeza, afloró alguna sonrisa, todos queríamos. Natural.