El estado nación
agoniza. Queda de él la cáscara y algo de fanfarria, algunas liturgias y un
sentimiento de adhesión a una cultura, una historia y un territorio. Poco más. El
hijo de las tres revoluciones (la liberal, la burguesa, la industrial) no ha
resistido los envites de una época en la que el poder económico se ha puesto el
mundo por montera. Los límites geográficos son para las personas, nunca para
unos capitales que van, vienen y se depositan solamente en las casillas de
valor seguro. Los estados asisten inermes a su estrangulamiento. Sus gobernantes
se dividen en dos: los que son como ‘nuestro’ De Guindos, encantados de que
así sea y los que, como el griego Varoufakis, terminan asumiendo que es así,
que la alternativa a un trago de quina es beberse la botella entera. Unos como
‘la bien pagá’, los otros como dóciles
corderitos, son los últimos exponentes de un mundo que asienta, cada vez más,
los centros de decisión en los sillones de piel de los consejos de
administración de un puñado de grandes empresas.